Cuando visitamos un gran museo que alberga obras mundialmente conocidas es frecuente encontrar en sus salas algunos artistas que practican sus habilidades copiando a los grandes maestros. Es inevitable no pararse a contemplar cómo se desarrolla este hermoso proceso y detenerse en los detalles que el copista ha decidido reproducir. Esta experiencia en directo nos hace ganar consciencia de lo mucho que entraña ejecutar una pintura, de los años de estudio que hacen falta y de la dedicación y entrega que requiere ser un buen artista.

Pero más allá de esto, nos hace preguntarnos cómo se obtiene permiso para entrar con los bártulos en el museo e instalarse en medio de las salas, cargado con lienzo, caballete y pinceles, para ponerse a copiar una obra maestra. ¿Se puede copiar todo? ¿Qué destino puede dársele a la copia? ¿Hay alguna restricción? ¿Puede obtener permiso cualquiera? Estas y otras dudas nos asaltan en torno a esta práctica académica, y aunque no lo parezca, se trata de una cuestión regulada con gran detalle.

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El Museo del Prado nació con una clara vocación de custodiar obras maestras de la pintura y ser un centro de formación para futuros artistas. En el momento de su inauguración en 1819, el edificio permanecía cerrado por limpieza un día a la semana, se abría al público solo los miércoles y los cinco días restantes quedaba a disposición de estudiantes alumnos de la academia y artistas para estudiar la historia de la pintura y hacer reproducciones, a puerta cerrada1. Esta finalidad de la pinacoteca como centro abierto al estudio de los investigadores y al desarrollo de programas educativos sigue siento aún hoy un objetivo definidor de la misión de este museo2.

Dada la importancia de esta función educativa, pronto surgieron los primeros reglamentos oficiales para regular esta cuestión y sustituir las primeras normas que tenían un alcance meramente interno. En el antiguo academicismo decimonónico, copiar a los grandes maestros se veía como la forma más natural y efectiva de aprender las distintas técnicas pictóricas. La copia tenía un valor esencial en el proceso de formación de los artistas y el resultado de sus trabajos era ampliamente estimado. Buena cuenta de ello es esta noticia publicada en El Liberal en febrero de 1915:

“Las copias de obras ejecutadas durante el año ascienden a 689, distribuidas de la forma siguiente: De Velázquez se han hecho 190 copias; de Murillo, 138; de Gota, 104; de Tiziano, 55; de Ribera, 36; de El Greco, 35; de Rubens, 27; de Van Dyck, 17; de Tintoretto, 14, de López-Vicente, 7 […]. Las obras de las cuales se han hecho mayor número de copias son: “Menipo” de Velázquez, 16; la “Concepción” de Murillo, 16; la “Maja desnuda” de Goya, 11; la “Maja vestida”, 9.” 3

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Registro de copistas del Museo del Prado 1939-1956 (pág. 1)

Otra noticia publicada en el ABC el 9 de abril de 1942 da cuenta de 246 copias realizadas en 1940 y de 397 al año siguiente. En este reportaje, el periodista entrevista a uno de los funcionarios de la institución acerca de esta práctica, quien explica “Velázquez, Rafael y Murillo se vendían mucho para el extranjero antes de la guerra. En la sala de Velázquez había siempre unos treinta copistas, y otros aguardaban turno. Los extranjeros que visitaban nuestro museo, sugestionados por el hechizo de nuestras obras maestras, encargaban copias. Hoy, a pesar de estar parallizado el mercado exterior, hay muchos encargos”. Relata, asimismo, que al museo vienen copistas de todo el mundo, y que una copia podía superar un precio de 2.000 pesetas4. Vemos, así, que la realización de copias tenía, además de una función académica, un fin comercial, y que muchas reproducciones eran fruto de encargos a pintores que iban labrando poco a poco su técnica y reconocimiento comenzando por emular a los grandes, como fue el caso de Sorolla o Madrazo.

Pero ¿cómo se regulaba esta práctica? Las primeras normas para copiantes se promulgaron el 1860 con observaciones de carácter práctico y de conservación para las obras originales, como que no podían ser descolgadas a petición del copista, salvo autorización expresa del director del museo en casos excepcionales, que no era posible trazar cuadrículas sobre los originales para tomar referencias y proporciones para la copia, o que no era posible aplicar aceites ni sustancias aclarantes para ver mejor los detalles. En el reglamento de la institución de 1863 se incluye por primera vez el requisito de que el original y la copia no pueden ser del mismo tamaño, exigencia que se ha mantenido en el tiempo y que hoy se fija en una diferencia mínima de 5 cm por lado (en otro tiempo esa medida era de 3 cm), además de un tamaño máximo de 1,30m. Igualmente, en el Reglamento del museo de 1897, se contempló la posibilidad de exponer estos trabajos. Así, su artículo 34 establecía “Con objeto de favorecer los intereses de los artistas copiantes, se destinará un local para exposición y venta donde cada copiante podrá exponer un cuadro” 5. Aunque esta sala de exposición para copias se cerró en 1913, las copias siguieron vendiéndose, como demuestran las noticias de décadas posteriores que hablan abiertamente de esta práctica.

José Lázaro Galdiano junto a una copia de Las Meninas.

José Lázaro Galdiano junto a una copia de Las Meninas.

La normativa promulgada desde aquellas primeras pautas de 1860 fue ahondando en detalles sobre cómo gestionar los permisos, las solicitudes, los requisitos de los copistas, las condiciones de realización y las medidas de exposición y destino de las reproducciones. Los reglamentos de 1876, 1897, 1901, 1909 y 1920 incluyen normas aplicables a los copistas que hacen referencia a la supervisión de la entrada de materiales de trabajo por los vigilantes de sala, la conceción del permiso por el director del museo, la obligatoriedad de guardar una buena conducta, la prohibición de que un copista usurpe el lugar de otro, etc. Un detalle de interés es que se distingue entre la realización de una copia de obra completa, por la que en 1909 la licencia tenía un coste de una peseta, y las reproducciones de pequeñas partes, consideradas solo trabajo de estudio y exentas de pago. Igualmente hay que tener presente que el permiso está pensado para artistas ya reconocidos (premiados en exposiciones nacionales o internacionales) o estudiantes de academias públicas de enseñanza artística. Fuera de estos casos, la licencia debía ser valorada personalmente por el director para determinar su procedía su concesión o no. Igualmente, cabe señalar que en los primeros años de vida del museo, los solicitantes debían acreditar también buena conducta y contar con la recomendación de una persona de la Corte, además, claro está, de disponer de un certificado de apotitud artística para acometer la copia.

Con el reglamento de 1920 la cuestión quedó regulada de manera casi definitiva, salvo alguna modificación posterior introducida por el Reglamento del Real Patronato del museo de 30 de junio de 1993. Entre los cambios cabe mencionar la prohibición de copiar ciertas obras, porque son las más visitadas del museo y la instalación del copista en la sala supondría un estorbo para el público. Así sucede con “Las meninas”, “El jardín de las delicias”, “La maja vestida” y “La maja desnuda”6. Igualmente, todas las reproducciones realizadas se escanean y documentan en los archivos del museo para que ningún copista pueda llegar a verderlas haciéndolas pasar por un original. Solo se permite un copista por sala, para no entorpecer las visitas, y una copia de obra de cada vez, por lo que un mismo artista no puede estar copiando dos obras al mismo tiempo. Y aunque el permiso de copia tiene una duración de un año, la reproducción debe concluirse entre 6 y 7 semanas, salvo que medie prórroga expresa.

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Desde aquel entonces, el proceso no ha cambiado sustancialmente. El candidato debe dirigir una solicitud a la Oficina de copias del museo, acompañada de su cv y un dossier de su obra, así como una carta de recomendación que avale su trabajo. Se cursan unas 30 solicitudes al año, un número muy inferior al de hace unas décadas. En 2016, por ejemplo, se realizaron solo 45 copias de cuadros7. Pero esta práctica sigue viva, y los archivos del museo dan buena cuenta de la multitud de autores que han pasado por sus galerías, algunos incluso para después aparecer colgados en sus paredes. Una consulta de estos libros de registro permite conocer el papel fundamental que una institución como esta aporta al mundo del arte, a la formación y a la difusión de su colección.

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Notas

1 Barroso Gutiérrez, Mª Cristina (2017), “Los copistas del Museo del Prado”, tesis doctoral de la Universidad Autónoma de Madrid, p. 91 (ver aquí) – Volver a nota 1

2 El Museo Nacional del Prado tiene por objetivo la consecución de los siguientes fines (Artículo 3 de la Ley 46/2003, de 25 de noviembre, reguladora del Museo Nacional del Prado): “Fomentar y garantizar el acceso a las mismas del público y facilitar su estudio a los investigadores. Impulsar el conocimiento y difusión de las obras y de la identidad del patrimonio histórico adscrito al Museo, favoreciendo el desarrollo de programas de educación y actividades de divulgación cultural” – Volver a nota 2

3 “Los copistas del Museo del Prado” op. cit., p. 76 – Volver a nota 3

4 “Los copistas del Prado y el secreto pictórico de los grandes maestros”, ABC, 9 de abril de 1942 (ver aquí) – Volver a nota 4

5 Programa “Cuéntame un cuadro”, de Bernardo Pajares, para Radio5, agosto 2018 (ver aquí) – Volver a nota 5

6 “Las obras que no se pueden copiar en el Museo del Prado”, ABC, 18 de mayo de 2014 (ver aquí) – Volver a nota 6

7 “¿Cómo funciona la oficina de copias del Museo del Prado?”, publicación en el twitter oficial @museodeprado de 5 de diciembre de 2017 (ver aquí) – Volver a nota 7

Autor: Marta Suárez-Mansilla

Abogada especializada en derecho cultural. Con amplia experiencia en el sector del arte contemporáneo y en la gestión de proyectos, mi trabajo se centra ahora en el tratamiento de las cuestiones jurídicas que rodean este campo de actividad.

© Marta Suárez-Mansilla
ISSN 2530-397X
ArtWorldLaw Bulletin. Crónicas de Temis y Atenea. nº 8 MADRID. Septembre 2018.